16 noviembre 2008

Resurrección

EL TÍTULO DE AQUÉL LIBRO LLAMÓ PODEROSAMENTE MI ATENCIÓN. Resurrección de Liev Tolstoi parecía fuera de lugar en la librería de un agricultor castellano, rodeado de cuentos infantiles, una biblia con las tapas desvencijadas y un par de clásicos de la literatura española que hacía años que nadie abría. Extraje el libro de la estantería con devoto cuidado para curiosear la edición.

– No toques eso -interrumpió con voz altanera David, el hijo de la dueña. – Era de mi abuelo y vale mucho. ¿Habéis terminado ya la faena?

Asentí, no tenía ganas de discutir con aquel quinceañero sobre el valor de la obra de arte que le valió la excomunión a su autor. Estaba cansado, la poda es un trabajo duro y dirán que mi patria es fría, pero nada ha de envidiar a una mañana en las tierras de labranza castellanas.Sin añadir más salí de la casa. Tenía cosas que hacer.

Escondí las manos en los bolsillos. Me dolían, en parte por el frío, en parte por la dura labor. El atardecer no resultaba mucho más clemente que la mañana y el viento cortaba mi cara con cruel insistencia, pero no estaba dispuesto a renunciar a un breve paseo. Tirarme en la cama solo provocaría que a la mañana siguiente mis músculos rechinasen oxidados. Recordé otros paseos, envuelto en frío y pieles, en una vida distante, hace muchos años, cuando enseñaba literatura a quinceañeros altaneros. El carácter no cambia, sólo las caras. Es la insolencia del desconocimiento. Cavilando sobre Tolstoi, su redención y otras mil fugaces ideas que se relacionaban con sorpréndete fluidez en mi cabeza, retorné sobre mis pasos.

Ana me esperaba con esa mirada triste, de viuda enterrada en vida por recuerdos y familiares. Ya no lloraba como la primera vez que la hallé sollozando a la vuelta de una de mis caminatas. Su mirada sonreía cuando nuestros ojos se encontraban, pero su boca permanecía inmutable. El peso de la costumbre aprisionaba su futuro en la sobriedad del pueblo.

―Pasa, deprisa. David ha marchado y no volverá hasta la madrugada.

No contesté, no hacía falta. Además siempre sobraban chismosos y miradas curiosas en aquellas calles oscuras de inverno aburrido.

Nos desvestimos lentamente, con premeditada alevosía, e hicimos el amor despacio, disfrutando de cada instante, como cada noche. Entonces si hablé, salmodiando cuantas dulces palabras conocía en ruso y castellano.

Cuando pasadas las horas quise marcharme, me retuvo. Siempre decía que era imposible, que debíamos mantener el secreto. Yo lo entendía. Así que la miré sorprendido.

―Mi hijo me dijo que cogiste un libro del estante. Llévatelo. Lo aprovecharas mejor tú. Es un libro viejo, de mi padre. No lo he leído ¿De qué trata?

―Es una historia de prejuicios, costumbres y amores imposibles entre un noble y una criada. Una obra maestra.―Negué con la cabeza.―No puedo llevármelo, tu hijo notaría la falta.

―Llévatelo, no seas tonto…

Acarició con la yema de sus dedos mi pecho, de esa manera mitad lascivia mitad inocencia que me volvía loco.

― Terminan juntos, ¿verdad? El príncipe y la criada, digo.

― Tendrás que leerlo, no te voy a desvelar el final. Solo te diré que es un libro fabuloso, en el que los personajes logran superar sus prejuicios como único método para procurarse la redención.

Ana enarcó una ceja. Acaba de soltarla todo un sermón; como si fuera una niña pequeña.

Me incorporé de nuevo.

―No te vayas ―susurró mientras me atraía con su abrazo―. Nunca más.

Sonreí. Bendito sea Tolstoi.


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Imagen de ~CPkake.