22 junio 2008

Muerte en tiempo retardado


Un reloj de arena vacío. Dos semiesferas de cristal unidas por un estrecho conducto que flotaban en un vacío infinito de brumas grisáceas. Durante horas era cuanto ocupaba su mente. Y le gustaba. No había mejor sensación que el abandono absoluto. Se concentraba en aquella imagen, apartando cualquier otra emoción que nublara su mente, negándose el cálido placer que lo envolvía, e ignorando las alucinaciones como lo que eran, meras fantasías.

Por desgracia, todo pasaba.

La casa permanecía en penumbras. Las persianas estaban bajadas, sólo unos pocos rayos de luz se filtraban por las hendiduras que, pese a todos sus esfuerzos, no conseguía cerrar. El lugar olía a rancio, orines y sudor condensado. Las habitaciones se encontraban desordenadas, y el polvo y las pelusas cubrían el suelo. La luz, el teléfono y el agua hacía mucho que fueron desconectados por impago. Un hedor insoportable se filtraba bajo la puerta del baño, inundando el pasillo con una pestilencia que le recordaba en sus escasos momentos lúcidos lo patético de su situación. Todo era un desastre, pero a él no le importaba.

Hubo un tiempo en que fue distinto. Hubo otro en que culpó al mundo; y otro en que se culpó a sí mismo. Aquello había pasado. Ya no buscaba culpables, sólo paz y olvido.

Calentó la cucharilla lentamente, hasta que su contenido comenzó a burbujear y despedir un intenso olor a azufre y alcohol.

-“Mala mierda” –pensó al contemplar bajo la trémula luz de la llama el color que adquiría el líquido.

Pero no le importó, nada lo hacía ya.

Tiró del émbolo de la jeringuilla hasta llenarla al completo. Debía buscar un lugar donde inyectarse. Eso era un problema. Tenía el cuerpo cubierto de pinchazos, costras y moratones. Cada una de aquellas marcas era una piedra sobre su tumba, mil pequeñas muertes.

El día que encontró a Marta -la dulce Marta- tumbada en el sofá con una aguja aún clavada en el brazo y la boca cubierta de espuma, su vida cambió. Una semana internada en el hospital, y varias limpiezas de sangre sólo sirvieron para prolongar su agonía.

Mientras aquella nueva dosis de veneno marrón recorría sus venas, y una plácida sensación se extendía por su cuerpo, él se concentraba en el reloj vacío. La arena se agotó hacía mucho. Su único deseo era que el cristal por fin se resquebrajara y pudiera unirse por toda la eternidad con su amada.


Imagen por deino.